Ahora que llegó el varón, te quedaste abajo de la
mesa, dijo el tonto del Tano Paradelo. ¿Cómo podía
ser amigo de papá un hombre grandote metiéndose a hacerle bromas a una nena de
9 años que, además de no darle confianza porque no lo quiere para nada, porque
se lo lleva a papá al boliche a tomarse la Lusera todos los mediodías, viene a
empañarle la alegría? Tonto, tonto, tonto. ¿Qué puede saber el Tano Paradelo de todo lo
que la quiere papá a ella, que se ocupa de buscarlo siempre en el bar para que vuelva a casa a la
hora del almuerzo? Además ni siquiera estaba el Tano cuando nació el hermanito, el mismo día de su cumpleaños y
a la misma hora, qué casualidad. Eso
decía Sara, la partera, y repetían todos
en su casa. ¿Qué podía saber el Tano? Si mamá le dijo en la maternidad con una
sonrisa enorme que estaba preciosa con
el vestidito nuevo y los zapatitos y los moños que nunca quería usar. Y ella se puso contenta
porque mamá Angélica le hablaba así, tan dulce y tan sonriente (¿era un ángel
mamá y por eso le pusieron ese nombre?)
y entonces sintió que estaba bien haberle hecho caso a la tía sólo
porque mamá se veía así de contenta,
aunque ella se había sentido
tan ridícula mirándose al espejo,
viéndose con los zapatos que apretaban
sus pies acostumbrados a las baldosas frías y a las zapatillas Flecha o a las
Skippy para correr y andar en bici en la placita; tan otra se había sentido al
verse con esos moños en la cabeza y el
vestidito que había hecho la tía para su cumpleaños, florcitas y moñitos por todos lados… ¡Cómo odiaba los
vestiditos que hacía la tía! Quedate quieta, no corras, portate como una
señorita, caminá despacio, derechita. Y ella quería correr para llegar de
una buena vez, correr como en la
placita, con los mellizos Bonnin, la gorda Rubinsky, Marilyn y Papachino y sus
propias hermanas también mellizas, qué casualidad, saltar los charcos, treparse
a los árboles, jugar a las escondidas. ¡Ojito! La tía vigilando, arreglando los moños, Caminá
despacio, derechita, no corras, quedate quieta.
¿Y qué sabía de
todo eso el Tano Paradelo? ¿Qué sabía? Si mamá le dijo en la maternidad con su
mirada luminosa (¡claro que era un ángel!): Este
es tu regalo de cumpleaños. Y ella se sintió tan importante. ¡Mamá le
regalaba un hermanito! Un hermanito, un
muñeco de veras, rosadito y rubio que dormía plácidamente, tan lejos… Pero
suyo, suyo para siempre.
El Tano Paradelo…
¿Qué hacía el Tano Paradelo de visita en su casa? ¿Qué hacía allí? Si su torta
de cumpleaños estaba abandonada sobre la
mesa, sin terminar. ¿Por qué había que atenderlo al Tano, que además decía
pavadas? Ella esperaba que alguien se lo llevara, que el teléfono sonara y le dijeran Tano, te necesitan en el trabajo o Corré, que tu mujer tuvo un accidente,
bueno, tanto no, pobre mujer, qué culpa
tenía si el insoportable era él… Pero algo, algo, que se esfumara de golpe, que
desapareciera de algún modo para que la tía
adornara su torta con esos firuletes de colores… Era una maestra la tía
decorando las tortas. Ella la quería blanca, toda blanca, hasta las velitas
blancas quería, porque sí, porque le gustaba así. Pero la tía dijo no. Las nenas tienen que tener una torta rosada.
Ella ni siquiera lo discutió. No se
atrevió a contradecirla a la tía. No se animó para nada. Que fuera rosada, pero
que la terminara de una buena vez, aunque ese
rosado era realmente espantoso.
Pero aparte del Tano, que no se iba nunca, el teléfono
sonaba a cada rato, mamá seguía internada en la maternidad con el hermanito
recién estrenado Y a la tía se le daba por atender siempre el teléfono y casi gritaba: ¡Varón,
es un varón!. Y lloraba la tía. Ella se preguntaba de qué color serian las
tortas de su hermano, y las veía celestes, siempre celestes… Y por qué tanto
alboroto por el varón. Qué tenía de extraordinario eso, a ver. Aparte de que el suertudo no tendría que
encorsetarse en los vestiditos de la tía, que no andaría enredado entre
encajes, volados, puntillas, tanto,
tanto primor... Claro que no jugaría
con las muñecas, andaría en bicicleta a
toda hora. La abuela Fernanda, seguro, seguro no le diría lo que ella escuchaba
de esa boca fina como un tajo, dura y
arrugada, No sólo hay que ser buena, sino también aparentarlo ¿Y por qué no era buena ella, eh? Rodillas
siempre rotas. Mirá qué percudidas están,
cepillo, cepillo, cepillo la tía, mamá o la abuela hasta hacerle doler.
Carreras, escondidas, la loca, ladrones y policías, ella sentada en el
respaldo del banco de la plaza, desparramada
en el cordón de la vereda, Nena,
vení para acá, ¿no ves que estás de vestidito? ¡Sos una nena vos! Sentate en el
zaguán y quedate quietita. Eso no le dirían al hermanito, se quedó
pensando… ¿Y la torta?
Pasaban las horas,
la casa llena de gente, Felicitaciones,
Jorge, por fin el varoncito entre tantas chancletas. ¿Chancletas? ¿Qué
chancletas? La única que usaba chancletas era la abuela. Y no tenía tantas.
Ella espiaba desde la puerta de su cuarto. Ya no quería ver a nadie y mucho
menos al Tano Paradelo que la descubrió, qué mala suerte y otra vez dijo esa
bobada de quedarse abajo de la mesa.
¿Qué tenía que ver? Si ella jugaba siempre debajo de la mesa y era el mejor
lugar del mundo.
Y papá a las risas
con el Tano y sus amigos y los vecinos. Una fiesta. Pero sin torta. ¿No tenían nada que hacer? La torta
abandonada sobre la mesa esperando los firuletes de la tía.
Y mamá en la
maternidad con el nene. ¡Cómo extrañaba a mamá! Cómo esperaba que se fueran
todos y papá la sentara en su falda y le cepillara el pelo como todas las
noches hasta hacerlo brillar, decía papá, aunque ella
sintiera un ardor insoportable y
aún así se quedara quietecita, con tal de estar un rato más en esa falda, entre
esos brazos, esperando los besos por llegar.
¿Nadie se iba? Se
quedó encerrada en su cuarto mirando a
sus hermanas mellizas ¡Qué bonitas las
mellizas! Un encanto. Y Margarita, ¡qué simpática, qué ocurrente!. Siempre
les decían lo mismo cuando iban por la calle, las tres vestidas iguales con los vestiditos que hacía la tía y
los saquitos que tejía mamá. Todo igual, en distintos tamaños. ¿Por qué ella
era ocurrente y simpática y las mellizas bonitas y hermosas? Las miraba, tan
lindas y tan distintas. Ana preparaba ropita para el hermanito. Lucy desarmaba
lo que la otra armaba. Llantos y risas. Risas y llantos. ¡Qué le importaba a ella que se pelearan! Hoy
no defendía a nadie. Hoy quería su torta de cumpleaños.
Dejó a sus
hermanas enredadas en sus disputas eternas y volvió a mirar por la puerta
entornada. La torta seguía sobre la mesa… sin los firuletes rosados de la tía.
Se cansó de esperar a papá. Se durmió con un gusto salado en su boca mojada.
La despertó un
ruidito acompasado, repetido, metálico, rapidito, chic chic, chiquichic, chic,
chic. Abrió los ojos y vio a la tía
rodeada de ovillos y madejas de lana celeste, tejiendo, tejiendo,
rapidito, rapidito. Mamá en la mecedora, dándole la teta a su regalo de
cumpleaños, suyo para siempre, mamá sonriéndole a ella, a ella sola, que se
levantó despacito y se quedo mirando al hermanito. Se llama Jorge Gustavo, como tu papá, dijo mamá. Ella sonrió y
pensó que era un nombre perfecto para
ese nene hermoso, tan hermoso como su papá y como el otro bebote, ese de
juguete que le trajeron los Reyes.
Se vistió
despacito, para no molestar al bebote de veras. Fue hasta el comedor casi
con miedo. La torta seguía sobre la
mesa. Pero esta vez… ¡llena de firuletes rosados!