lunes, 14 de octubre de 2013

Un vuelo blanco y apenitas gris


      Me sorprende la vida.
     Por ejemplo, nunca puedo darme cuenta cómo es que un día cualquiera, en septiembre, miro a través de la ventana y veo que la pared ya no está sola. Varias guías de la enredadera están cubiertas de pequeñas hojas verdes, brillantes, poderosas en su belleza. Eso sucede de golpe. Puedo asegurar que el día anterior, en medio del ritual de preparar el mate, mientras contaba uno, dos, tres, cuatro... los segundos necesarios para calcular la cantidad de agua, me distraje mirando por la ventana en la espera necesaria y esas hojas no estaban. Increíblemente, cuando se le ocurre, el verde avanza con total desparpajo apoderándose de las paredes, trepando, trepando hasta los techos, acercándose a la ventana. Me deja atónita. Esa explosión de vida vegetal que no se somete a mis cálculos del tiempo, de los tiempos para cada cosa. Me dejo seducir. Es inevitable.
     Hoy es uno de esos días cualquiera. Brilla tanto el sol al mediodía que me parece que me llama. No puedo hacer más que seguirlo, mirarlo hasta encandilarme y luego desviar la mirada y dejar descansar mis ojos en el celeste profundo, inalcanzable y a la vez tan cercano. 
     Y ahora algo se suspende y a la vez se traslada lentamente. Miro lo que parece un papel blanco a medio quemar, bordes color ceniza. Lo sigo. Un movimiento apenas perceptible, un batir de alas y advierto la belleza de un vuelo que no puedo dejar de seguir. El papel es un pájaro meciéndose despaciosamente, planeando, planeando. Apenas otro pequeño movimiento y continúa la tranquilidad del vuelo. Me pierdo en sus dibujos en el aire. Hasta que el pájaro decide atravesar la zona del sol y se funde en la luz. 
     El cielo tan limpio y tan diáfano.  Y el vuelo blanco y apenitas gris.
    Todo eso sucede en el patio de mi casa, un día cualquiera como el de hoy, al mediodía, en primavera.