martes, 8 de enero de 2013

¿Qué puedo leer?

Hay tanto para leer... a veces nos hacemos esa pregunta, cuando nos sentimos desorientados y tenemos ganas de retomar la lectura.
Hoy encontré en el muro de Facebook del Taller de Escritura Narrativa, algo que dijo Roberto Bolaño.  Y aquí lo dejo, como lo que es: una sugerencia, un camino o varios senderos para recorrer. Que sea con mucho placer.
 
 Roberto Bolaño y sus lecturas recomendadas...
     "Hay que leer a Quiroga, hay que leer a Felisberto Hernández y hay que leer a Borges. Hay que leer a Rulfo, a Monterroso, a García Márquez. Un cuentista que tenga un poco de aprecio por su obra no leerá jamás a Cela ni a Umbral. Sí que leerá a Cortázar y a Bioy Casares.

      "Lean también a Jules Renard y a Marcel Schwob, sobre todo lean a Marcel Schwob y de éste pasen a Alfonso Reyes y de ahí a Borges.

      "La verdad es que con Edgar Allan Poe todos tendríamos de sobra. Piensen en Edgar Allan Poe. Uno debe pensar en él, de ser posible: de rodillas.

      "Otros libros y autores altamente recomendables: De lo sublime, del Seudo Longino; los sonetos del desdichado y valiente Philip Sidney, cuya biografía escribió Lord Brooke; La antología de Spoon River, de Edgar Lee Masters; Suicidios ejemplares, de Enrique Vila-Matas.

      "Lean estos libros y lean también a Chéjov y a Raymond Carver, uno de los dos es el mejor cuentista que ha dado este siglo."
 



Y aquí van dos poemas breves de Roberto Bolaño:

VI
Nadie te manda cartas ahora   Debajo del faro
en el atardecer   Los labios partidos por el viento
Hacia el Este hacen la revolución   Un gato duerme
entre tus brazos  A veces eres inmensamente feliz

VII
En la sala de lecturas del Infierno  En el club
de aficionados a la ciencia-ficción
En los patios escarchados   En los dormitorios de tránsito
En los caminos de hielo   Cuando ya todo parece más claro
Y cada instante es mejor y menos importante
Con un cigarrillo en la boca y con miedo   A veces
los ojos verdes   Y 26 años   Un servidor

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Publicado en
Le Prosa
Revista de Escritura Literaria / 3
Director: Orlando Guillén
México, febrero de 1981.



sábado, 5 de enero de 2013

Lluvia



Mansamente se deshace la lluvia.
El sonido de las gotas me distrae…
Me lleva a los espejos, a la infancia.

Entre los verdes, el limonero
y sus azahares,
el sol, las risas, el patio
y todas las voces en los cuentos de la abuela.

¿Por qué la sal,
la piedra hundiéndose en el río,
otros pasos caminando  la vereda?




viernes, 4 de enero de 2013

Feliz Año Nuevo…





 Cuando era una niña,  no dejaba de asombrarme la felicidad que parecía traer la llegada de un nuevo año…
Recuerdo la emoción de  quitar la última hojita con el numero 31 bien grandote y la novedad de estrenar otro con el número 1, igual de grande, prolijito y con olor a papel nuevo, que luego se iría gastando, con el transcurso de los meses y la ayuda de varias  manos  ansiosas por llegar primero a tirar desde abajo hasta despegar la hoja rectangular,  con el santo del día y la frase que se leía en la parte de atrás.
Motivos siempre había, por otra parte, para que algo nos disputáramos: no sólo la hojita del almanaque, sino también los juegos, los amigos, la bicicleta de la tía (una para todos y todos para una…),  los cuentos de la abuela, ayudar a mamá con las carpetas de la escuela, la falda de papá, los libros que  buscábamos en la Biblioteca Popular “El Porvenir”… ¡Qué nombre magnifico! Yo me imaginaba que mis hermanos y yo formaríamos parte algún día de ese Porvenir… palabra que también aparecía en los mensajes que llegaban por correo en hermosas tarjetas que se colocaban bien a la vista al pie del arbolito o entre sus ramas. Un arbolito enorme que armaba la tía. Lograr que nos diera una mínima participación era toda una proeza, como alcanzar algún globo, por ejemplo,   algo sumamente frágil para nuestras manos torpes. Aquello  era como tocar el cielo con las manos o, aunque sea, la estrella que coronaba el arbolito y que la tía colocaba con tanta delicadeza, dando punto final a la cosa, trepada a una escalera y haciendo equilibrio. Era alto en serio el arbolito.  Yo juntaba las manos rogando que no se cayera, sobre todo que no sucediera justo  sobre el arbolito y lo desarmara. Mis ruegos parece que eran escuchados: la tía nunca jamás se cayó  y el arbolito quedaba paquetísimo, completamente lleno adornos  cuyo número aumentaba año a año.
Y también estaba el pesebre. Papá y la tía se ocupaban  de todo con anticipación. Con mucha anticipación, eran otros los tiempos… Chorreaban con  pintura de colores las  hojas de papel madera que luego abollábamos (otra digna tarea para manos de niño) para que alcanzaran un aspecto rugoso, algo  que creíamos tan parecido a las rocas. Esas   falsas rocas de papel madera arrugado que trepaban  hasta el techo, tapando  cajones y otros elementos  y que formaban  casi en el centro una suerte de cueva donde se instalaba el pesebre. ¡Que increíble cantidad de piezas tenía el pesebre de la tía!  María y José, el Niño,  los  Reyes, pastores,   vacas,  cabras, hasta gallinas  -de algo seguro que me olvido- y   el infaltable burro que daba aliento al niñito Jesús (de paso, jamás en casa se habló de Papá Noel… eso delata mi edad, por supuesto). Y el toque final, las hileritas de luces intermitentes que le daban un toque mágico al pesebre y también al arbolito.
¡Cuántos rituales para celebrar la Navidad y esperar el Año Nuevo!
Durante la cena, observaba a los grandes de la familia. A mis tíos que venían desde lejos,  a mis abuelos  que parecían rejuvenecidos entre tanta alegría.  La reunión transcurría entre anécdotas conocidas, generalmente repetidas y con algún nuevo detalle a medida que los años pasaban, bromas,  carcajadas,  conversaciones entrecruzadas, los tonos de voz cada vez más  elevados y ese contar los minutos faltantes para las 12. Y los brindis, los buenos deseos, los abrazos y las infaltables lágrimas de mi tía, generalmente porque –además de haber regado previamente su sensibilidad con algunas copas, como la mayoría de los adultos  en esa mesa, excepto mamá, o al menos eso es lo que recuerdo- se acordaba de su papá, el abuelo que no alcancé a conocer… Yo me preguntaba cómo una mujer  tan grande lloraba todavía la muerte de su padre, después de tantos años -que en realidad no eran tantos, visto desde estos tiempos que ahora transcurro-. Hasta que eso me sucedió a mí,  eso de estar disfrutando  con la gente querida y a la vez extrañando a los que ya no volverán a alegrar las reuniones con sus risas y sus ocurrencias… Claro que mis lágrimas se deslizan por dentro.
Y ahora se me hace mucho más entendible por qué a mamá no le gustaban demasiado las Fiestas… Ni ésas ni otras, sólo los cumpleaños de los hijos y luego de sus nietos, ocasiones en las que desplegaba sus habilidades de repostera, mimos que no se olvidan, sabores que no volverán más que en la memoria y en las charlas. “Falta el lemon pie de la abuela, las galletitas de harina de maíz, las otras  galletitas dulces, esas con formas de animalitos, la tarta con frutilla y crema… ¿Por qué nadie le pidió  la receta?”. Reproche este último que es inútil: ninguna de las hijas  estamos interesadas en cocinar como mamá y además… el sabor que  ella le daba a sus exquisiteces tenía otros ingredientes imposibles de imitar: los que cada uno de nosotros les agrega en el recuerdo.
Desde hace unos años soy una integrante del grupo de “los grandes de la familia” y estoy transcurriendo mis días en ese anunciado porvenir de mi infancia. No sé qué imagen les dejaremos a los más jóvenes y a los niños… Tan mala no debe ser, ya que siempre buscan seguir reuniéndose y son los  que se encargan de muchos detalles. No sé si es por la temperatura elevada del verano en estas fechas… pero siempre se nota  una  preocupación expresa por las conservadoras, cuántas botellas de algo lleva cada uno, que no falte  el hielo… supongo que debe ser porque el calor de los afectos es tan grande, los deseos de alegría y paz para el nuevo año son tan ardientes, los abrazos tan largos y apretados…
Sí, tal vez sea por eso y probablemente  porque algunos hilitos tibios  y salados se escapan ante algunas miradas cuando los buenos deseos inundan la noche y los fuegos artificiales iluminan el cielo de luces de colores, tan atractivos como la esperanza que nos invade: que la paz deje de ser una utopía y que nos permitamos vivir con alegría cada día del tiempo que nos queda.




Autor de la imagen: Kazuko Nomoto