Cuando era una niña, no dejaba de asombrarme la felicidad que
parecía traer la llegada de un nuevo año…
Recuerdo la emoción de quitar la última hojita con el numero 31 bien
grandote y la novedad de estrenar otro con el número 1, igual de grande,
prolijito y con olor a papel nuevo, que luego se iría gastando, con el
transcurso de los meses y la ayuda de varias manos ansiosas
por llegar primero a tirar desde abajo hasta despegar la hoja rectangular, con el santo del día y la frase que se leía en
la parte de atrás.
Motivos siempre había, por otra parte, para que
algo nos disputáramos: no sólo la hojita del almanaque, sino también los
juegos, los amigos, la bicicleta de la tía (una para todos y todos para una…), los cuentos de la abuela, ayudar a mamá con
las carpetas de la escuela, la falda de papá, los libros que buscábamos en la Biblioteca Popular
“El Porvenir”… ¡Qué nombre magnifico! Yo me imaginaba que mis hermanos y yo
formaríamos parte algún día de ese Porvenir… palabra que también aparecía en
los mensajes que llegaban por correo en hermosas tarjetas que se colocaban bien
a la vista al pie del arbolito o entre sus ramas. Un arbolito enorme que armaba
la tía. Lograr que nos diera una mínima participación era toda una proeza, como
alcanzar algún globo, por ejemplo, algo sumamente frágil para nuestras manos
torpes. Aquello era como tocar el cielo
con las manos o, aunque sea, la estrella que coronaba el arbolito y que la tía
colocaba con tanta delicadeza, dando punto final a la cosa, trepada a una
escalera y haciendo equilibrio. Era alto en serio el arbolito. Yo juntaba las manos rogando que no se cayera,
sobre todo que no sucediera justo sobre
el arbolito y lo desarmara. Mis ruegos parece que eran escuchados: la tía nunca
jamás se cayó y el arbolito quedaba
paquetísimo, completamente lleno adornos cuyo número aumentaba año a año.
Y también estaba el pesebre. Papá y la tía se
ocupaban de todo con anticipación. Con
mucha anticipación, eran otros los tiempos… Chorreaban con pintura de colores las hojas de papel madera que luego abollábamos
(otra digna tarea para manos de niño) para que alcanzaran un aspecto rugoso,
algo que creíamos tan parecido a las
rocas. Esas falsas rocas de papel madera arrugado que trepaban
hasta el techo, tapando cajones y otros elementos y que formaban
casi en el centro una suerte de cueva donde se instalaba el pesebre. ¡Que
increíble cantidad de piezas tenía el pesebre de la tía! María y José, el Niño, los
Reyes, pastores, vacas, cabras, hasta gallinas -de algo seguro que me olvido- y el infaltable burro que daba aliento al
niñito Jesús (de paso, jamás en casa se habló de Papá Noel… eso delata mi edad,
por supuesto). Y el toque final, las hileritas de luces intermitentes que le
daban un toque mágico al pesebre y también al arbolito.
¡Cuántos rituales para celebrar la Navidad y esperar el Año
Nuevo!
Durante la cena, observaba a los grandes de la
familia. A mis tíos que venían desde lejos,
a mis abuelos que parecían rejuvenecidos
entre tanta alegría. La reunión
transcurría entre anécdotas conocidas, generalmente repetidas y con algún nuevo
detalle a medida que los años pasaban, bromas, carcajadas, conversaciones entrecruzadas, los tonos de voz
cada vez más elevados y ese contar los
minutos faltantes para las 12. Y los brindis, los buenos deseos, los abrazos y
las infaltables lágrimas de mi tía, generalmente porque –además de haber regado
previamente su sensibilidad con algunas copas, como la mayoría de los
adultos en esa mesa, excepto mamá, o al
menos eso es lo que recuerdo- se acordaba de su papá, el abuelo que no alcancé
a conocer… Yo me preguntaba cómo una mujer
tan grande lloraba todavía la muerte de su padre, después de tantos años
-que en realidad no eran tantos, visto desde estos tiempos que ahora
transcurro-. Hasta que eso me sucedió a mí, eso de estar disfrutando con la gente querida y a la vez extrañando a
los que ya no volverán a alegrar las reuniones con sus risas y sus ocurrencias…
Claro que mis lágrimas se deslizan por dentro.
Y ahora se me hace mucho más entendible por qué a
mamá no le gustaban demasiado las Fiestas… Ni ésas ni otras, sólo los
cumpleaños de los hijos y luego de sus nietos, ocasiones en las que desplegaba
sus habilidades de repostera, mimos que no se olvidan, sabores que no volverán
más que en la memoria y en las charlas. “Falta
el lemon pie de la abuela, las galletitas de harina de maíz, las otras galletitas dulces, esas con formas de
animalitos, la tarta con frutilla y crema… ¿Por qué nadie le pidió la receta?”. Reproche este último que es
inútil: ninguna de las hijas estamos
interesadas en cocinar como mamá y además… el sabor que ella le daba a sus exquisiteces tenía otros
ingredientes imposibles de imitar: los que cada uno de nosotros les agrega en
el recuerdo.
Desde hace unos años soy una integrante del grupo
de “los grandes de la familia” y estoy transcurriendo mis días en ese anunciado
porvenir de mi infancia. No sé qué imagen les dejaremos a los más jóvenes y a
los niños… Tan mala no debe ser, ya que siempre buscan seguir reuniéndose y son
los que se encargan de muchos detalles. No
sé si es por la temperatura elevada del verano en estas fechas… pero siempre se
nota una
preocupación expresa por las conservadoras, cuántas botellas de algo
lleva cada uno, que no falte el hielo… supongo
que debe ser porque el calor de los afectos es tan grande, los deseos de alegría
y paz para el nuevo año son tan ardientes, los abrazos tan largos y apretados…
Sí, tal vez sea por eso y probablemente porque algunos hilitos tibios y salados se escapan ante algunas miradas
cuando los buenos deseos inundan la noche y los fuegos artificiales iluminan el
cielo de luces de colores, tan atractivos como la esperanza que nos invade: que
la paz deje de ser una utopía y que nos permitamos vivir con alegría cada día
del tiempo que nos queda.
Autor de la imagen: Kazuko Nomoto
brindo por tu relato y porque el año que se inicia de otros... con más recuerdos y cariños y deseos... salud amiga. un gusto.
ResponderEliminar¡Gracias, Luna!
ResponderEliminarSalud, con los buenos deseos que te merecés (aunque no quieras...)
rtgjrwjk
ResponderEliminarQué lindo! más allá del texto, celebro la creación de este blog. Que no decaiga. Me gusta mucho el nombre. Grande Marga!
ResponderEliminar¡Gracias, Sabi!
EliminarEsperemos que crezca...
Pondré voluntad.
Besos.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
EliminarEsto comentó mi amiga Celia Grinman, mamá de mi amigo Américo Yuarman, a través de un mensaje privado que y me doy el lujo de transcribir, porque me ha gustado mucho:
ResponderEliminar"¡Una belleza! Es como una postal de años atrás cuando las recibíamos por este tiempo...Tiene el viejo aroma de las flores, los brillitos, los colores pastel y el entorno familiar que cada vez se van perdiendo y duele... Un abrazo y gracias por esas hermosas palabras..."
Gracias a vos, Celia...
Muy bueno Marga, y bienvenida al blogueo...
ResponderEliminarGracias, Pablo...Me cuesta, ¿eh? Me gusta ser bienvenida en estos espacios.
ResponderEliminarHERMOSO MARGA, GRACIAS POR COMPARTIRLO.
ResponderEliminarUN BESO GRANDE. GABY
Gracias, Gaby. Besos
EliminarMe olvidé de decir que soy una de las afortunadas que probó las galletitas de harina de maíz de Angélica!!! y no sólo eso: LE PEDI LA RECETA. Los hice y me salieron tan feas, tan poco parecidas a las de ellas que desistí y me quedé con ese rico recuerdo en el paladar.
ResponderEliminar¡Es lo que yo digo! Esos inventos de mamá no eran la receta justa: era lo que ella le ponía...
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