miércoles, 26 de diciembre de 2012

La Torta de Cumpleaños

Ahora que llegó el varón, te quedaste abajo de la mesa,  dijo el tonto del Tano Paradelo. ¿Cómo podía ser amigo de papá un hombre grandote metiéndose a hacerle bromas a una nena de 9 años que, además de no darle confianza porque no lo quiere para nada, porque se lo lleva a papá al boliche a tomarse la Lusera todos los mediodías, viene a empañarle  la alegría?  Tonto, tonto, tonto.  ¿Qué puede saber el Tano Paradelo de todo lo que la quiere papá a ella, que se ocupa de buscarlo  siempre en el bar para que vuelva a casa a la hora del almuerzo? Además ni siquiera estaba el Tano cuando nació el  hermanito, el mismo día de su cumpleaños y a   la misma hora, qué casualidad. Eso decía Sara, la partera, y  repetían todos en su casa. ¿Qué podía saber el Tano? Si mamá le dijo en la maternidad con una sonrisa enorme  que estaba preciosa con el vestidito nuevo y los zapatitos y los moños que  nunca quería usar. Y ella se puso contenta porque mamá Angélica le hablaba así, tan dulce y tan sonriente (¿era un ángel mamá y por eso le pusieron ese nombre?)  y entonces sintió que estaba bien haberle hecho caso a la tía sólo porque  mamá se veía así de  contenta,  aunque ella se había sentido  tan  ridícula mirándose al espejo, viéndose con los zapatos que  apretaban sus pies acostumbrados a las baldosas frías y a las zapatillas Flecha o a las Skippy para correr y andar en bici en la placita; tan otra se había sentido al verse con esos  moños en la cabeza y el vestidito que había hecho la tía para su cumpleaños, florcitas y  moñitos por todos lados… ¡Cómo odiaba los vestiditos que hacía la tía!  Quedate quieta, no corras, portate como una señorita, caminá despacio, derechita. Y ella quería correr para llegar de una buena  vez, correr como en la placita, con los  mellizos Bonnin,  la gorda Rubinsky, Marilyn y Papachino y sus propias hermanas también mellizas, qué casualidad, saltar los charcos, treparse a los árboles, jugar a las escondidas. ¡Ojito!  La tía vigilando, arreglando los  moños, Caminá despacio, derechita, no corras, quedate quieta.
¿Y qué sabía de todo eso el Tano Paradelo? ¿Qué sabía? Si mamá le dijo en la maternidad con su mirada luminosa (¡claro que era un ángel!): Este es tu regalo de cumpleaños. Y ella se sintió tan importante. ¡Mamá le regalaba  un hermanito! Un hermanito, un muñeco de veras, rosadito y rubio que dormía plácidamente, tan lejos… Pero suyo, suyo para siempre.
El Tano Paradelo… ¿Qué hacía el Tano Paradelo de visita en su casa? ¿Qué hacía allí? Si su torta de cumpleaños estaba  abandonada sobre la mesa, sin terminar. ¿Por qué había que atenderlo al Tano, que además decía pavadas? Ella esperaba que alguien se lo llevara,  que el teléfono sonara y le dijeran Tano, te necesitan en el trabajo o Corré, que tu mujer tuvo un accidente, bueno, tanto no,  pobre mujer, qué culpa tenía si el insoportable era él… Pero algo, algo, que se esfumara de golpe, que desapareciera de algún modo para que la tía  adornara su torta con esos firuletes de colores… Era una maestra la tía decorando las tortas. Ella la quería blanca, toda blanca, hasta las velitas blancas quería, porque sí, porque le gustaba así. Pero la tía dijo no. Las nenas tienen que tener una torta rosada. Ella   ni siquiera lo discutió. No se atrevió a contradecirla a la tía. No se animó para nada. Que fuera rosada, pero que la terminara de una buena vez, aunque ese  rosado era realmente espantoso.
Pero aparte  del Tano, que no se iba nunca, el teléfono sonaba a cada rato, mamá seguía internada en la maternidad con el hermanito recién estrenado Y a la tía se le daba por atender siempre el teléfono y casi gritaba:   ¡Varón, es un varón!. Y lloraba la tía. Ella se preguntaba de qué color serian las tortas de su hermano, y las veía celestes, siempre celestes… Y por qué tanto alboroto por el varón.  Qué tenía de  extraordinario eso, a ver.   Aparte de que el suertudo no tendría que encorsetarse en los vestiditos de la tía, que no andaría enredado entre encajes, volados,  puntillas, tanto, tanto primor...  Claro que  no  jugaría con las muñecas, andaría  en bicicleta a toda hora. La abuela Fernanda, seguro, seguro no le diría lo que ella escuchaba de esa boca  fina como un tajo, dura y arrugada,  No sólo hay que ser buena, sino también aparentarlo  ¿Y por qué no era buena ella, eh? Rodillas siempre rotas. Mirá qué percudidas están, cepillo, cepillo, cepillo la tía, mamá o la abuela hasta hacerle doler. Carreras, escondidas,   la loca,  ladrones y policías, ella sentada en el respaldo del banco de la plaza, desparramada  en el cordón de la vereda, Nena, vení para acá, ¿no ves que estás de vestidito? ¡Sos una nena vos! Sentate en el zaguán y quedate quietita. Eso no le dirían al hermanito, se quedó pensando… ¿Y la torta?
Pasaban las horas, la casa llena de gente, Felicitaciones, Jorge, por fin el varoncito entre tantas chancletas. ¿Chancletas? ¿Qué chancletas? La única que usaba chancletas era la abuela. Y no tenía tantas. Ella espiaba desde la puerta de su cuarto. Ya no quería ver a nadie y mucho menos al Tano Paradelo que la descubrió, qué mala suerte y otra vez dijo esa bobada  de quedarse abajo de la mesa. ¿Qué tenía que ver? Si ella jugaba siempre debajo de la mesa y era el mejor lugar del mundo.
Y papá a las risas con el Tano y sus amigos y los vecinos. Una fiesta. Pero sin  torta. ¿No tenían nada que hacer? La torta abandonada sobre la mesa esperando los firuletes de la tía.
Y mamá en la maternidad con el nene. ¡Cómo extrañaba a mamá! Cómo esperaba que se fueran todos y papá la sentara en su falda y le cepillara el pelo como todas las noches hasta hacerlo brillar, decía papá, aunque  ella  sintiera un ardor insoportable  y aún así se quedara quietecita, con tal de estar un rato más en esa falda, entre esos brazos, esperando los besos por llegar.
¿Nadie se iba? Se quedó encerrada en su cuarto  mirando a sus hermanas mellizas ¡Qué bonitas las mellizas! Un encanto. Y Margarita, ¡qué simpática, qué ocurrente!. Siempre les decían lo mismo cuando iban por la calle, las tres vestidas  iguales con los vestiditos que hacía la tía y los saquitos que tejía mamá. Todo igual, en distintos tamaños. ¿Por qué ella era ocurrente y simpática y las mellizas bonitas y hermosas? Las miraba, tan lindas y tan distintas. Ana preparaba ropita para el hermanito. Lucy desarmaba lo que la otra armaba. Llantos y risas. Risas y llantos.  ¡Qué le importaba a ella que se pelearan! Hoy no defendía a nadie. Hoy quería su torta de cumpleaños.
Dejó a sus hermanas enredadas en sus disputas eternas y volvió a mirar por la puerta entornada. La torta seguía sobre la mesa… sin los firuletes rosados de la tía. Se cansó de esperar a papá. Se durmió con un gusto salado en su boca mojada.
La despertó un ruidito acompasado, repetido, metálico, rapidito, chic chic, chiquichic, chic, chic. Abrió los ojos y vio a la  tía rodeada de  ovillos y madejas  de lana celeste, tejiendo, tejiendo, rapidito, rapidito. Mamá en la mecedora, dándole la teta a su regalo de cumpleaños, suyo para siempre, mamá sonriéndole a ella, a ella sola, que se levantó despacito y se quedo mirando al hermanito. Se llama Jorge Gustavo, como tu papá, dijo mamá. Ella sonrió y pensó que era un nombre  perfecto para ese nene hermoso, tan hermoso como su papá y como el otro bebote, ese de juguete  que le trajeron los Reyes.
Se vistió despacito, para no molestar al bebote de veras. Fue hasta el comedor casi con  miedo. La torta seguía sobre la mesa. Pero esta vez… ¡llena de firuletes rosados!