jueves, 9 de mayo de 2013

Mi nombre y yo


A la hora de la siesta, en otoño, los jueves nos reunimos algunos locos por los textos en un taller que justamente se llama "Siestas de Otoño" y que coordina mi amiga Betina Scotto. La literatura nos vuelve a encontrar juntas, como siempre.

El primer encuentro estuvo dedicado al nombre, a los recuerdos a él asociados, a las sensaciones que desata... en fin. Hubo que mover algunas piedras para dejar entrar la luz... Y asi resultó esto que sigue:



Margarita


Digo mi nombre.
Mi nombre.
Digo Margarita. Y puedo pensar en perlas desde el origen griego. O en la flor silvestre. O pensarme como la mujer que soy, la que he sido, la niña que fui.

La niña/mujer que estuvo peleada con su nombre e identificada más profundamente con su sobrenombre: Marga. Y luego amigada con el propio nombre: Margarita.
Puedo, también, sorprenderme con uno de los significados populares atribuidos a mi nombre, el que _¿casualmente?_ designa a "aquella que esconde su belleza".
Margarita es, a la vez, un diminutivo en sí mismo. ¿Cómo no sentirme pequeña, la más pequeña? Sí así era, así fue hace muchos años, hasta que el tiempo pasó. Y fui madre. La maternidad me ayudó a aceptar a Margarita cuando me encontré en encrucijadas apretadas para la elección de varios nombres posibles y para acordar entre dos los que llamarían e identificarían para siempre a los propios hijos.
"Margarita es el nombre que pensé para vos. Margarita y no otro. La belleza y la sencillez, un nombre que es frágil y a la vez tiene fortaleza, como la flor silvestre que te nombra". Tantas veces repetía mamá esa explicación, tantas veces, cuando mis ojos grandes y mis preguntas interminables aguardaban las respuestas a los por qué. ¿Por qué ese nombre y no otro, uno más interesante, más importante, más...raro?
Mi nombre. Mi nombre largo. Nueve letras, cuatro sílabas: Mar-ga-ri-ta.
Largo el nombre oficial: Margarita María Presas. Margarita Presas. O: Presas, Margarita María... con olor a escuela y a oficinas.
Y fui Margarita para mi abuela cuentacuentos. La abuela que me invitaba en el invierno a caminar por la veredita del sol "que es el ponchito de los pobres, mi tesorito..." y yo sentía el calor del sol en la espalda y la tibieza en mi mano que ella nunca soltaba y su voz hilvanando y zurciéndome el corazón con los retazos de sus historias familiares. A mí se me mezclaban los avatares del tata Alfonso, su padre hojalatero, venido desde Italia, tan tan lejos; de su madre y sus tías (las "lalas"), sus hermanos y primos...
"¡Margarita María...!" ¡Ay! Ese era el llamado inapelable e ineludible de mi madre cuando algún desastre ocurría y la protagonista era yo o mis hermanas y yo o como casi siempre mi hermana Lucy yo... Lucy. Ese nombre sí que me gustaba, me atraía, sonaba a aventura y a locura desatada, a caminar por la cornisa a la hora de la siesta, a salto al vacío...
Margarita. Margarita me trae ecos cristalinos, es fresco y fragante, con olor a pasto arrancado a puñados; es suave de a ratos y apenas áspero en ocasiones.
Refleja una sonoridad abierta y blanca, trae dedos de luna llena abrazando un redondel amarillo como un sol, el celeste luminoso y diáfano de abril y todos los verdes reflejados en el río.
Margarita suena serio, distante, lejano, impersonal en boca de desconocidos y un tono íntimo y ligero flota en el aire cuando digo "Soy Marga" y la boca se me hace ancha y franca.
Si miro para adentro encuentro un ramo de margaritas, algunas visibles, otras escondiéndose. Algunas dulces, otras agridulces. Una frescura acidulada que me emparenta con el cielo tormentoso de Lugones, un penetrante aroma cítrico y el limonero del patio de la abuela. Y una voz añorada que me dice nuevamente: "Margarita... tesorito mío...."



Una siesta de mayo de 2013. En el taller "Siestas de Otoño", de Betina Scotto.


                  


                      

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